Dimensión universal de toda vocación
Independientemente de la veracidad de estos presupuestos, la presente comunicación no desea hablar de la vocación misionera ad gentes desde el debate sobre la conveniencia de fomentar la salida o entrada de unos “efectivos “ de la pastoral. Quiero subrayar prioritariamente que la vocación misionera no es un elemento añadido a la vocación sacerdotal o una “especialidad” de algunos que de modo heroico arriesgan si vida en el anuncio del Evangelio lejos del presbiterio al que pertenecen por su incardinación. Y me refiero al sacerdocio expresamente en razón de que “la llamada al sacerdocio no es una llamada entre otras tantas, sino que es la vocación que más tarde ha de orientar las demás llamadas” (Mensaje del cardenal Grocholewski). La dimensión misionera traspasa la entraña misma de la vocación al ministerio sacerdotal, independientemente del lugar, la forma y el tiempo de vivir este servicio ministerial. En el horizonte de esta perspectiva es preciso recordar que la ordenación sacramental no incorpora al presbítero, primero, a un presbiterio local, y por mediación de un obispo, en un momento segundo, vendría a entrar el presbítero en comunión con los demás obispos. Por el contrario, en virtud de la ordenación, los presbíteros entran en el Ordo presbyterorum, que es natura sua universal y en un presbyterium particular como momento segundo. Esta secuencia, que es de orden teológico, no cronológico, resulta del todo evidente. Baste pensar que si la ordenación presbiteral tuviera como efecto primero la incorporación a un presbiterio local, el paso de un presbítero de una Iglesia a otra Iglesia comportaría su «reordenación».
La pertenencia primaria al Ordo presbyterorum, de suyo universal, comporta pertenecer sacramentalmente a todos los presbiterios particulares (análogamente a como el bautismo comporta para un fiel pertenecer a todas las Iglesias particulares). Por ese motivo, el servicio de los presbíteros en otras Iglesias diversas de la de origen no constituye, teológicamente hablando, una excepción tolerada en su dedicación a la diócesis; antes bien, constituye un servicio inmediato también a la Iglesia particular de origen. La diocesaneidad bien entendida comporta la catolicidad. Un presbítero se encuentra en cualquier presbyterium en su hogar natural, en estrecha fraternidad sacramental con sus hermanos y con el obispo de la Iglesia particular. Y lo mismo puede decirse del religioso o laico “misionero ad gentes y de por vida, por vocación específica” (RM 32).
Rasgos específicos de la vocación misionera
Desde esta perspectiva quiero traer a nuestra consideración algunos rasgos que dibujan en el horizonte el perfil del misionero, independientemente de su condición eclesial de sacerdote, religioso o religiosa o laico. Rasgos que, además, muestran los principales elementos de la dimensión universal de la misión evangelizadora de la Iglesia. Por ello la pastoral ordinaria está llamada a desarrollarlos en orden no sólo en la específica pastoral vocacional, sino como dimensiones básicas y esenciales en cualquier procesos de formación integral de los bautizados. La dimensión evangelizadora y misionera de la Iglesia no es un elemento más al que se presta atención por su urgencia o necesidad. Pertenece a su propia naturaleza constitutiva. Los bautizados están llamados a evangelizar y los llamados al sacerdocio o a la vida consagrada son vocacionados al anuncio del Evangelio más allá de las propias fronteras inmediatas de la comunidad de pertenencia.
1. Disponibilidad para la acogida y el diálogo
Acogida y diálogo entendidos desde la actitud para descubrir la existencia del otro con el que entro en relación. Esta tal vez sea uno de los principales requerimientos para el discernimiento, fidelidad y formación vocacional. Urge desarrollar en la tarea pastoral vocacional una cierta disposición y capacidad para la constante acogida y el diálogo con los otros, especialmente los más necesitados. Implica una disponibilidad radical para salir de uno mismo, superando cualquier encerramiento egoísta, para ir al encuentro del otro. Es el encuentro con más necesitado, con el más pobre, el enfermo, el pecador. Más tarde descubrirá que en este proceso de salida hacia el otro hay algo más que una pura filantropía. Es encontrarse con el rostro de Cristo al que el llamado está dispuesto a servir. Hay sobrada experiencia de cómo muchos jóvenes han escuchado la voz de Dios en el espacio de este servicio a los más desfavorecidos. Y a la vez se descubre con pena cómo difícilmente puede responder con la vida quien está preocupado con sus propios intereses y preocupaciones. En este contexto emerge con fuerza el testimonio de tantos misioneros y misioneras que gastan su vida con alegría y sencillez entre los más pobres. Quien no es capaz de salir de sí mismo para ir al encuentro con el necesitado, en la certeza de que entre ellos se va a producir un diálogo de recíproco enriquecimiento difícilmente podrá descubrir que Dios le llama a una entrega total.
2. Valoración de la realidad cultural de otros pueblos y grupos sociales
A primera vista puede parecer coyuntural, pero tras esta disponibilidad o capacidad se esconde un indicador de la dimensión universal de la vocación. Por eso parece necesario suscitar en la pastoral vocacional un amor apasionado a la cultura y a la vida de los pueblos, más allá de las propias y reducidas fronteras. La pastoral vocacional está llamada a promover este interés por el modo de ser y de vivir de otros pueblos y culturas; está llamada a abrir horizontes más allá de los propios intereses que puede encorsetar la vida del grupo o de la comunidad o de la misma diócesis. Conocer la cultura de los pueblos y el modo de ser o de decir es el presupuesto para que el vocacionado entregue su vida al servicio de la Evangelización de la cultura y de la inculturación de la fe. A veces las estructuras eclesiásticas o institucionales están tan cerradas en sí mismas que se percibe un cierto miedo a abrir las puertas para que entre un aire fresco de otras realidades culturales. La experiencia de esta libertad de vida es tan rica que la primera beneficiada es la comunidad de pertenencia. Esta faceta enriquece –y de qué manera!- la dimensión universal de la vocación al sacerdocio o a la vida consagrada. La comunidad de Antioquía creció cuando el Espíritu les dijo “Separadme a Pablo y Bernabé para la obra a la que los he llamado” (Hch 13,2). Naturalmente esta apertura de ánimo a la vida del otro pueblo entraña una cierta madurez para amar afectiva y efectivamente la vida y el modo de ser de los otros.
3. Amar “pacientemente” al otro.
El testimonio vital del misionero es un verdadero icono de Dios, que es rico en piedad, con una paciencia “infinita”. Quienes trabajamos en la animación misionera cada día aprendemos de los misioneros la razón fundamental de su entrega vocacional: “Alegrarse y gozar con la existencia del otro”. Bien le iría a la pastoral vocacional mirar con frecuencia al Dios paciente que sabe esperar y está cierto que “la hierba también crece en la noche”. La dimensión universal de la misión implica la certeza de que la vida de fe se va expandiendo en todas partes y cualquier dirección. Vale la pena traer a nuestra consideración el trabajo escondido y “estéril” de tantos misioneros que gastan toda su vida en países y culturas donde no es posible visualizar el rostro de Dios. Años sin aparentes frutos, sin conversiones. Ni siquiera pueden practicar el ejercicio de las caridad porque es mal entendido como una forma indirecta de predicación del Evangelio. Y no por eso se desaniman o retornan a sus lugares de origen. Perseveran en la tarea iniciada. La pastoral vocacional a la vida sacerdotal o a la vida de entrega a Dios es perseverar con “infinita paciencia” en la certeza de que nada se pierde. Quienes hemos sido llamados a esta tarea de la Iglesia hemos de aprender a trabajar para el futuro, para la eternidad, sin esperar gratificaciones, aunque deba agradecerlas cuando lleguen. Esta es sin duda la principal misión de quienes tienen la tarea de la animación misionera en la Iglesia local: suscitar la vocación a la misión y no la persuasión por incrementar la cooperación económica. “La promoción de estas vocaciones es el corazón de la cooperación: el anuncio del Evangelio requiere anunciadores, la mies necesita obreros, la misión se hace, sobre todo, con hombres y mujeres consagrados de por vida a la obra del Evangelio, dispuestos a ir por todo el mundo para llevar la salvación.... Debemos preguntarnos por qué en varias naciones, mientras aumentan los donativos, se corre el peligro de que desaparezcan las vocaciones misioneras, las cuales reflejan la verdadera dimensión de la entrega a los hermanos. Las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada son un signo seguro de la vitalidad de una Iglesia” (RM, 79).
4. Confianza en el dueño de la mies
Los ámbitos donde se inicia la pastoral vocacional deben ser espacios donde rezuma la certeza de sentirse seguro en las manos de Dios, Padre, que está empeñado en seguir llamando a los “quiere”. Esta certeza es el origen de la convicción que habitualmente tenemos del misionero como hombre “bueno”, simplemente bueno, porque tiene puesta su confianza en Dios que le ama. El misionero es fundamentalmente una persona con un corazón tan generoso que es “escándalo” y “locura” para su entorno social y familiar. La gente, especialmente en África, acostumbra a dar un apodo a nuestros misioneros, como los cristianos lo hicieron con Juan XXIII, llamándole el “Papa bueno”. La experiencia de fe del misionero es fruto de esta cercanía de Dios que su principal meta es lograr un profundo, sincero, ilimitado espíritu de perdón y de amor. No es el hombre perfecto, sino que se hace perfecto en la misión. La perspectiva universal que ofrece la miisón ad gentes saca al creyente de sí mismo para emprender el arriesgado camino de la entrega y del amor, fundamentalmente hacia quien sufre y necesita de su presencia para liberarle de sus miedos y sus errores, y ayudarle a mirar al cielo con esperanza. La pastoral vocacional ha de huir del deseo, siempre bien intencionado, de buscar a los mejores, sino a aquellos que dan muestras de una exquisita bondad. Bondad que se manifiesta fundamentalmente en la capacidad para el perdón. Perdonar es “re-crear”, es hacer nuevos a los demás, a las relaciones, a la comunidad, consciente de que el perdón es la principal invención que Cristo trajo al mundo: no se conocía como la que él nos predicó y vivió.
Conclusión
Aunque suscitar, discernir y cultivar las vocaciones misioneras supone un servicio de la pastoral vocacional específica, sin embargo ésta debe enmarcarse en el contexto de la pastoral general, puesto que “la dimensión vocacional es connatural y esencial a la pastoral de la Iglesia” (PdV 34). Suscitando la vocación cristiana en toda su dimensión de santidad y de misión, se consigue un terreno preparado para recibir y alimentar la vocación misionera específica. Uno de los medios para coordinar esta labor vocacional en las diócesis sea incorporar al equipo de pastoral vocacional alguna persona que haya vivido la experiencia misionera. Su aportación será sin duda de un valor extraordinario para incorporar cordialmente a la dinámica vocacional algunos de los aspectos esenciales de la misión ad gentes de la Iglesia.
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